Mientras se iza la bandera, se reparten las riquezas. La independencia se celebra, pero no se ejerce.
“El precio de la libertad es la vigilancia eterna” es una frase usualmente atribuida a Thomas Jefferson, padre fundador de los Estados Unidos y su tercer presidente. En Paraguay, esta vigilancia ha sido tibia, intermitente, muchas veces ausente. Tras los festejos por los días de la independencia de nuestro país, cabe preguntarse, como niños, jóvenes, adultos y adultos mayores, tras 214 años de existencia como nación: ¿somos verdaderamente libres, independientes y soberanos? ¿Somos dueños de nuestro destino?
Por: Juanfer Abud @juanfer_abud
Editado por: Auxi Báez @auxi___
Fotografías de: Federico Legal @fedelegcol

En sus primeros dos artículos, nuestra Constitución lo afirma: “La República del Paraguay es para siempre libre e independiente”, en el primero; en el segundo, “En la República del Paraguay la soberanía reside en el pueblo, que la ejerce”. Sin embargo, del dicho al hecho hay un largo trecho.
La historia de nuestro país, irónicamente, se ve casi iniciada por una violación a nuestra soberanía, tras la invasión de Manuel Belgrano en 1810, con posterior victoria paraguaya, que finalmente derivaría en que, el 14 y 15 de mayo de cada año, “celebremos” la independencia del Paraguay. Jamás se invitaría al pesimismo, más aún entendiendo que, por defender nuestra soberanía, somos una nación hoy en día. Sin embargo, mientras hoy cantamos orgullosos el himno con la tricolor flameando, abajo de la mesa nuestra dignidad nacional es vendida y usurpada. Y esa es la parte e historia incómoda de la que siempre cuesta, o evitamos, hablar.


De hecho, el nacimiento de El Paraguayo Independiente, primer diario paraguayo, en 1845, también surge de la necesidad de defender la soberanía nacional, en un contexto de cerco por parte de la Argentina y Brasil, tras años de aislamiento bajo el Dr. Francia.
Ni siquiera el control y acceso a nuestros ríos estaba asegurado, una situación que, de otra forma, aún padecemos, siendo estos vitales para nuestra supervivencia. Y este Estado, denominado “tapón” por algunos, siempre incomodó a sus vecinos más grandes.
Esta incomodidad resultó en la Guerra contra la Triple Alianza (1864–1870), guerra devenida en masacre, con la cual, tras la aplicación de la cláusula secreta del tratado de la Alianza, el saqueo y la ocupación aliada, la clase política fue reducida a un rol servil, sin poder real, entreguista. Funcionaron como administradores del despojo.
A fines de la década de 1920, Bolivia instaló fortines militares en el Chaco, violando de facto nuestro territorio y poniendo en jaque la soberanía paraguaya. En 1931, fueron los jóvenes quienes salieron a pedir la defensa legítima tanto del territorio como de la soberanía nacional. Y fueron ametrallados, en una mezcla de culpas entre militares y autoridades políticas.
Con el inicio oficial de la Guerra del Chaco (1932–1935), estos jóvenes fueron los primeros en la línea del frente, junto a obreros y campesinos. Se logró la victoria con valentía y sacrificio, pero a un altísimo precio: el poder militar se instaló como garante de la estabilidad… y luego como su principal amenaza. ¿Cuánta de esa victoria se sostuvo a largo plazo?
Alfredo Stroessner, quien asumió el poder tras un golpe de Estado en 1954, en una dictadura que duraría 35 años, afirmó ser nacionalista, patriota y poner la soberanía e independencia de nuestro país sobre todas las cosas. Sin embargo, tras perseguir a sus opositores, ejecutarlos o exiliarlos, institucionalizó la represión y el silencio, repartió y regaló enormes extensiones de tierras a sus allegados.
Además, firmó acuerdos sin ningún tipo de beneficio real para la patria que afirmaba defender, consiguiendo solamente comprometer gravemente la soberanía nacional. Acuerdos que, hasta el día de hoy, perduran y cuyas consecuencias seguimos pagando. Cualquiera se preguntaría: ¿Y nuestra soberanía? ¿Y nuestra independencia?
El tratado de Itaipú, firmado en 1973 y apoyado por los Estados Unidos, volvió a hacer sumiso y dependiente al Paraguay, en este caso de Brasil. No se puede vender la energía que producimos a terceros, la vendemos por precios irrisorios y la deuda por la represa se volvió impagable.
El otro tratado que menosprecia nuestro estatus de nación independiente, libre y soberana también se firmó en 1973, esta vez con la Argentina. En este caso no hubo mediación extranjera; lo que sí hubo fueron condiciones casi idénticas: un Paraguay endeudado, sin usar toda la energía, obligado a venderla solamente a la Argentina. Como dijo Carlos Menem: “un monumento a la corrupción”. Pero lo que no dijo es que ese monumento lo pagamos nosotros.
En ambos casos, Paraguay figura como copropietario, pero actúa como subordinado. Todo esto bajo la Constitución de 1967, una farsa redactada para legitimar una dictadura.
La caída de la misma, en 1989, pareciera haber significado solamente una reconfiguración del poder, recaído hoy en otros nombres, que no cedieron un solo privilegio, algunos de los cuales ya habían tenido injerencia durante el stronismo. Lo único que cambió fue el sistema: democrático, y una nueva Constitución, la de 1992.
En esta década de transición democrática, las grandes extensiones de tierras pasaron a manos de unos pocos. Más del 85 % de la tierra cultivable pertenece a latifundistas y empresas transnacionales. Los campesinos fueron desplazados, los indígenas invisibilizados. La Constitución fue ignorada: los principios de soberanía alimentaria, protección ambiental y equidad agraria fueron convertidos en letra muerta.
La década de 2010 volvería a resultar conflictuada: la destitución de Fernando Lugo, en 2012, lo confirma, tras un juicio político exprés de 24 horas, socavando la soberanía popular por intereses económicos, empresariales y políticos.
En 2017, en otro marzo paraguayo más, ciudadanos salieron a oponerse a la enmienda que buscaba la reelección, prohibida por la Constitución en su artículo 229. Con el Congreso en llamas, tras el intento fallido de enmienda, la represión policial fue brutal y total, derivando en la muerte de un joven. Estaba claro que las leyes eran maleables a las ambiciones de poder. ¿Dónde está la soberanía cuando el propio Estado dispara contra su pueblo?
Dos años después, en 2019, se reveló que se firmó un nuevo acuerdo de Itaipú; este dejaba peor parado al Paraguay: se pagaría más por la energía y se contrataría más de la necesaria. No se consultó con otros sectores políticos ni con la ANDE; solamente se verían beneficiados Brasil y sus empresas. El “pacto” se firmó a espaldas del pueblo y del Congreso, casi derivando en otro juicio político.
Ni siquiera los recursos que producimos, pagamos y sostenemos con nuestros impuestos pueden ser defendidos sin que se enfrenten presiones, traiciones y negociaciones turbias. Y cuando el pueblo reaccionó, las cúpulas políticas hicieron lo de siempre: se protegieron, se perdonaron, se perpetuaron.
Hoy, personajes sancionados por corrupción y vínculos con el crimen organizado siguen acumulando poder, mientras la justicia y el Congreso se convierten en refugios de impunidad, no en instituciones soberanas.
La independencia se celebra, pero no se ejerce. La soberanía se menciona, pero no se defiende. La soberanía no se pierde de golpe. Tampoco se entrega con fusiles ni banderas extranjeras. Hoy se negocia en bufetes, oficinas y documentos secretos. Se pierde de a poco: con pactos ocultos, entregas de tierras e impunidad. Cuando se acepta la corrupción como forma de gobierno. Cuando se criminaliza la protesta social. Cuando se permite que las empresas decidan más que el pueblo. Se pierde con cada resignación, con cada “así nomás es”.
No hay soberanía si el campesino no tiene tierra, si el joven no tiene futuro, si el Estado entrega su energía a precio de saldo. Celebrar la independencia es un derecho. Pero defenderla es una obligación. La memoria es incómoda, pero necesaria. Porque sin memoria no hay proyecto, y sin soberanía no hay futuro.
En 214 años, Paraguay ha sabido resistir, pero también ha sido vulnerado sistemáticamente. La independencia proclamada en 1811 fue un acto heroico. Pero sostenerla es una tarea permanente.
La soberanía no se defiende solo en las fronteras, sino en las escuelas, en el Congreso, en la calle y en cada decisión que afecta a la nación. Porque un país sin soberanía no es una república: es una ilusión pintada con colores patrios. ¿Independencia? Sí. ¿Pero soberanía?…