“Padre, perdónalo, no sabe lo que hace”


Comentario: María Fe Serrati

Foto: Arlequín Teatro.

Esta entrañable frase brota de la cálida voz que intenta no quebrarse al comienzo y al final de una obra que mantiene al público en un estado hipnótico sin poder despegarse del asiento. Hasta que la inevitable conexión entre espectador- actor se cumple y, entre lágrimas, en un aplauso de pie, toda la sala reconoce el trabajo de los actores.

“Adiós, Monseñor” es un texto que cobra vida en las tablas de Arlequín Teatro:  rescata hechos de un episodio histórico paraguayo; expone el dolor de un pueblo víctima de un pasado opresor, que se refugia en el olvido. Sin embargo, esta obra nos invita a mirar el pasado, pero no para poner sal sobre las heridas, sino para entender el presente, lo que cambia y perdura en el tiempo. El mismo autor es quien dirige y actúa en la obra: José Luis Ardissone.

“Escribí en el 2003, recordando un poco, centralmente, aquel acontecimiento de la Pascua Dolorosa, pero lo que me llevó, realmente, a tocar esta historia fue lo sucedido con algunos obispos en aquel momento; a quienes yo conocía, que vivieron momentos muy difíciles por su entrega a los demás. No quiero dar sus nombres, pero principalmente fueron tres obispos, eran amigos míos y yo sé cuánto sufrieron por lo que tenían que pasar. Entonces, mezclando un poco la historia de los tres, hice este Monseñor que es el protagonista de la obra”, comenta José Luis Ardissone.

Una propuesta diferente en el Arlequín Teatro Un escenario semimontado: despojado de decoraciones y un juego de luces, cenital y tonos rojos, dan clima a la escena. “Simplemente, se presentan 13 sillas oscuras que serán luego ocupadas por los actores: Wilfrido Acosta, Marcelo Buenahora, María Liz Barrios, Alma Quiñónez, Eliane Marín, Shirley Quesnell, Javier Solís, Matías Martínez, Ariell López Sabino, Alejandro Ramírez, Marcos Moreno, Tania Vargas, José Luis Ardissone y Derlis Esquivel, protagonizando el personaje del Monseñor más, en off”, la voz de Adolfo Lird, completan el elenco.

Se combinan el texto leído en coro, con la interpretación, sin papel en mano y llama poderosamente la atención la mínima interacción entre los personajes que entablan una conversación entre ellos, pero sin dirigirse directamente al otro, a excepción de tres momentos claves en la historia.

“El motivo principal fue revalorizar la Palabra; hacer que la palabra sea el centro de la historia que contábamos y que no se pierda con detalles de actuación, de utilería, de escenografía, etc.”, justifica el director. La ubicación de las sillas en forma de pirámide marca la jerarquía social de la época, así cada personaje representa las distintas realidades del pueblo paraguayo según su condición de vida, bien diferenciados por el vestuario, el lenguaje y la expresión corporal.

La obra retrata una realidad, no muy diferente de la actual. Por un lado, el joven campesino que sueña con ser futbolista y, sin terminar el colegio, sale a trabajar para ayudar a la madre con los gastos del hogar. Por otro lado, Mateo es el estudiante aplicado que, a pesar de su limitado poder adquisitivo, logra culminar el colegio y dedica su tiempo a enseñar a niños del barrio; enamorado de la hija del “informante”, toma distancia al ser amenazado por éste. Ambos jóvenes protagonistas coinciden en su participación de las reuniones y celebraciones del cuestionado Monseñor.

EL sacerdote inculca a los jóvenes que piensen y se cuestionen la realidad y, en un gesto de consuelo, abraza al joven Mateo. Este hecho es malinterpretado por una señora, prototipo de la vecina chismosa del barrio, quien, guiada por sus prejuicios, comienza el trabajo del “teléfono cortado” hasta llegar a los oídos de uno de los famosos “pyrague” de la época, interpretado por Wilfrido Acosta

“Era el padre de Chiquita, un hombre de la seccional colorada de aquella época, que, por supuesto, era el informante, el que informaba de la situación a las autoridades” – comenta el actor.

Así, la trama sigue con una serie de investigaciones, amenazas e irrupciones policiales en los hogares en tanto algún periódico se ocupa de difundir falsas acusaciones de perversiones. Las madres ordenan a sus hijos alejarse del Pa´i, pero los que no obedecen son hechos prisioneros, luego de un tiroteo, durante el domingo bautizado como la “Pascua Dolorosa”. Luego de numerosas torturas físicas, verbales y psicológicas por parte de los oficiales intervinientes, muere uno de los jóvenes llamado Mateo; su compañero sobrevive, es obligado a testificar en contra del Monseñor y recibe un billete tras su libertad.

El pobre joven cargado con la culpa, utiliza el dinero para comprar un elemento aún desconocido para la audiencia; se confiesa luego en la Iglesia y, posteriormente, se quita la vida, revelando el arma que había adquirido.

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