Perdónalos, hijo


Texto: María Paz Jara Abente
Foto: Cortesía

“AAAAAAAAAAAH…” ¿Para qué vine?, me preguntó, mientras, de mis manos, corría la sangre de mi hijo muerto, lavadas por la primera lluvia de agosto.


Los enemigos me rodeaban como fiera; estos podrían ser también los últimos minutos de mi desgraciada historia, de mi aventura de amor vilipendiada.


El final de mi amado estaba previsto, pero ¿mi hijo, su primogénito? Él era inocente. “¡Malditos macacos!”, me cuestiono al mirar el piso para que mi rostro rabioso no me delate.


“¿Está usted presa?”, grita el jefe de los asesinos, mientras lucho por recomponerme y encargarme de mis otros hijos, los más pequeños. Todos siguen en grave peligro y debo protegerlos; son lo que queda de la sangre de mis entrañas.


“Necesito darles cristiana sepultura”, suplico en un hilo de voz, mezclada de ruego y odio. “¡Adelante!”, dice el superior criminal y me arroja un pedazo de hierro oxidado.


“Cave”, ordena con desprecio. Y comienzo a cavar, tratando de entender cómo llegué a aquel páramo perdido en medio de la selva tropical, tratando de huir de un esposo que casi me mata a golpes.


“No puedo llorar”, digo dentro de mí: “Aunque mis enemigos son distintos, debo seguir peleando”, y observo a los más pequeños, inermes y confusos ante tanta calamidad.


La noche se duerme, y los cuerpos ya están alineados uno al lado del otro. El sudor de mi frente se mezcla con las lágrimas mal contenidas del último adiós. Aprieto los dientes, “¡Qué injusticia!”, pienso cuando amago unos rezos ante las improvisadas cruces. El mundo nunca la entenderá. La historia nunca los condenará…

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