Cuento ambientado en la época colonial
Texto: Belén Barrios
Foto: Internet
Salvador Balmaceda era mi tercera huida, en ese momento, con gusto a un último intento desesperado de Maria Elodia, mi madre, para unirme en «dulce matrimonio como Dios manda», tal como lo decía ella.
Pues ya había llegado mi hora, las manecillas del reloj habían marcado mi partida hace ya mucho tiempo y yo me había manejado para atascarlas a mi favor, hasta 10 meses antes de mi cumpleaños número 15.
No fue tarea fácil evitar los previos “emparejamientos” que habían organizado mis padres, ya que el objetivo primordial de esta familia, de apellido de rancio abolengo, era unir a su bella y silente hija, Máxima Adelina, con alguien de apellido ilustre.
El primer caballero que me habían presentado, llamado Orencio, sí, era físicamente atractivo, pero esa no era la cualidad resaltante para mi madre: su herencia era mucho más interesante.
El segundo pretendiente, cuyo nombre ya ni me acuerdo, a pesar de tener un perfil casi idéntico al soltero que lo precedió, presentó un aire de inseguridad, fue más callado y reservado, delatando que también era víctima de dicha forzada unión pero ya se había acostumbrado a la idea.
Lo que me facilitaba evitar estos compromisos, era que yo no era la única hija que debían sacar de la casa para los 13, idealmente. Para la mala suerte de mis padres, se encontraban con dos hijas bastante difíciles de emparejar, ya que en cuanto se tratase de Tadea, bueno… era una chica muy dulce y habilidosa en los quehaceres del hogar, pero las primeras impresiones no eran lo suyo…digamos que, definitivamente era hija de su padre, no le cabían dudas a nadie y, para colmo, los chicos que notaban su belleza exótica le llegaban a los talones.
Gracias a la búsqueda instalada también para mi hermana, llevar a cabo mis tres planes de fuga, era tarea fácil; o por lo menos las primeras dos lo fueron, esta tercera estaba por verse victoriosa si todo salía sin inconvenientes.
Todas consistieron en seguir diferentes rutas de escape y excusas, pero siempre refugiándome en el mismo lugar, la pulpería de los Zavala.
Recuerdo la primera vez que fui al que consideraba mi preciado refugio: mamá me llevó para comprar un poco de arroz y azúcar; algo me había interesado desde la primera vez que vi la tienda en la esquina, puede que hayan sido sus paredes blancas de adobe o los estantes a juego con el mostrador de madera que cubrían las paredes del establecimiento, rebosando de enlatados y galleta, caña y cigarros.
Mientras mi madre conversaba con usted, escuché una conversación entre dos hombres mayores que terminó de encender mi curiosidad.
-Esta noche vamos a jugar naipes, Ramiro.
-Bueno, bueno, pero kañyhápe un rato nomás voy a venir.
A medida que pasaron los días, luego de escuchar esa información, no pude contener mi imaginación; cada noche montaba un escenario en mi cabeza por horas, tratando de imaginarme lo que ocurría por las noches en la Pulpería.
Hasta que la intriga se acabó unas semanas después, cuando hui de Orencio y terminé accidentalmente frente al negocio. Al mirar por la esquina de una ventana, quedé fascinada, los hombres riendo y hablando con cigarros en una mano y algún vaso con alcohol en la otra, y otros grupos jugando naipes con mucha afinidad. Un ambiente alegre, lleno de gozo y anécdotas.
Con el pasar del tiempo aprendí las estrategias y jugadas de cada uno de los “habituales”, que Manuel y Don Arsenio invariablemente terminaban o trataban de empezar algún “duelo de machos”, como resultado del exceso de bebida y, por supuesto, que mi familia nunca sospecharía que éste era mi paradero luego de desaparecer de sus reuniones familiares.
Esta tarde, apenas había escuchado la voz de Salvador y su familia saludando a mis padres en la entrada, me asomé a la puerta y pude notar inmediatamente que el hijo de los Balmaceda ya me parecía molestoso, con su sonrisa adulante, su aire de superioridad y su mirada intimidante, pero que en mí, por supuesto, nada provocaba. Antes de que mi mamá me llamara para conocer a la familia número tres, salí corriendo por la puerta trasera, con el objetivo de ocultarme en mi lugar predilecto.
Ya en la pulpería me encontraba nuevamente, pensando en Tadea, imaginando los nombres para sus hijos, como toda una romántica empedernida, y en mi mamá tratando de distraer a los invitados de honor con sus jazmines y madreselvas que cuidaba más que a nadie. Hasta que unos golpecitos en el hombro y un carraspeo me sacaron de mis pensamientos.
Allí fue cuando usted, Albino Zavala, el mismísimo pulpero y dueño del negocio, se percató de la presencia de una intrusa, yo. Creo que esa parte ya no es necesaria contar. Y aquí estamos, el presente, caminando hacia mi casa mientras voy contándole la razón de mis andanzas ocasionales frente a su negocio.
-Señorita Máxima, es toda una historia la suya…
-Así es, y ahora que usted me atrapo y estamos frente a mi casa, no sé qué ocurrirá, siento que me casaré con el odioso Salvador, o quizás me veré obligada a seguir una vida religiosa. No lo sé, a lo mejor huiré…
-Pues toquemos la puerta y averigüemos…