Por Gabriel Romero
Foto: Portal Guaraní
Fueron tres años de pelea en aquel infierno inhóspito. Bombardeos constantes, aire contaminado por el polvo y la pólvora, sequía y sed, camaradas caídos y tiendas abarrotadas de heridos. Y fue justamente ahí, en uno de los puestos de campaña donde despertó Francisco. Coincidentemente, las garzas comenzaron a volar en son de paz cuando él retornó a la vida.
on la mirada nublada y todavía confundido tras los 20 días de inconsciencia, Francisco no entendía qué pasaba a su alrededor. Enfermeras, pacientes y doctores estaban abrazados; algunos llorando de emoción, otros besando sus respectivos rosarios y el resto agradeciendo al que está en las alturas, porque finalmente los había escuchado.
Sin embargo, el fuego en Francisco recién se había encendido. No pasó mucho tiempo para que se percatara del saldo cruel que la guerra dejó en su ser: quedó mutilado. Perdió el brazo derecho.
Un grito de rabia intentó quebrar la paz colectiva, pero los cánticos de victoria hicieron muda a un alma humana, a cuyo complemento corporal le habían arrebatado algo.
Francisco podría haber perdido la guerra, pero nunca estuvo preparado para quedar discapacitado. Cómo volver a Asunción, si no sería lo mismo volver como un héroe que generando lástima en los demás. Cómo volver a Asunción, si en ese estado no podría conseguir fácilmente empleo para mantener a sus tres hijos. Cómo volver a Asunción, si ahora nunca más podría abrazar a Carmen.
En la locura y en la desesperación por aquella situación, parecía su determinación una opción valiente. No lo mataron los bolivianos, no lo mató la sed, no lo mató la furia del pantano.
Arrodillado frente al pozo de cadáveres, Francisco contempló el montón de carne putrefacta. Levantando la cabeza con dirección al cielo, pidió perdón a Dios, a su madre y a su Patria. Un tiro en la sien lo llevó de vuelta al mismo paraíso de paz y victoria que se había instaurado en el Chaco, o al miserable y prolongado averno, que, ahora sí, ya lo tragaría por completo.