MIRADA PERSONAL SOBRE EL LEGADO DEL PAPA FRANCISCO


Por Juanfer Abud
Corregido por Auxi Báez y Federico Legal

(Consejo: musicalizar la lectura con “Someone Great” de LCD Soundsystem)

Esta es una reflexión íntima sobre lo que representó Jorge Bergoglio —el Papa Francisco— para una familia latinoamericana atravesada por la historia, la memoria y la fe. Desde un recuerdo infantil hasta una comprensión adulta, este homenaje recorre emociones familiares y el legado de un pontífice cercano, empático y profundamente humano.

Recuerdo aquel día de marzo de 2013, estar jugando fútbol con un amigo en casa de mis abuelos paternos. El Habemus Papam se leía en todos los titulares. Era la primera vez en mi vida que leía esa frase, y me alegraba solo porque era argentino, sin darle demasiada profundidad al asunto, centrándome en patear bien la pelota. Hasta que vi a mi abuelo —alguien que vivió toda su vida frente a la catedral de mi ciudad, pero nunca lo vi entrar ni rezar, aunque sí era cristiano— emocionarse y decir: “Es argentino, es argentino”. Poco después, caería enfermo y probablemente no haya tenido recuerdos de su visita a nuestro país en 2015.

Hoy, ya adulto y a semanas del fallecimiento de Jorge Bergoglio, el Papa Francisco, puedo dimensionar con más claridad la importancia de sus actos y de su vida. A lo largo de mi infancia, mis abuelos y mis padres me hablaban de la visita de Juan Pablo II, de su relevancia, de lo que significó para nuestro país y del júbilo que vivió un pueblo a punto de ser liberado del yugo de una dictadura. A mí me tocó vivir a la distancia la visita de Francisco, puesto que la vi con mi abuela materna —gran religiosa y, para mí, una santa—, que cuidaba a su marido enfermo. Ahí comprendí un poco más aquello que durante años había quedado fuera de mi cosmovisión adolescente sobre el mundo religioso.

“Hagan lío”

“Hagan lío”, repetía mi abuela constantemente. Hablaba emocionada con su hermana de Buenos Aires desde que Francisco asumió en 2013. Gracias a esas charlas, entendí el concepto de “el Papa de las villas”. Me gustaría decir que hablamos de un tipo cualquiera —y probablemente así quiera ser recordado—, pero no es así. Hablamos de alguien que llamaba a los presos en cárceles de todo el mundo, que hablaba de una Iglesia de pecadores, no de santos; que visitó centros de refugiados, rompió esquemas en una institución milenaria con estructuras rígidas y no dejó de tender puentes incluso a quienes no compartían su fe.

La máxima autoridad de la Iglesia se reía, hacía chistes. Una vez, cuando se acercaron sus compatriotas a saludarlo, le dijeron: “Francisco, somos argentinos”, y él, entre risas, les respondió: “¿Y qué culpa tengo yo?”. Nunca dejó de ser Jorge Bergoglio, hincha de San Lorenzo de Almagro, que —por casualidades (o no) de la vida— en 2014 logró por primera vez tocar el cielo con las manos y ser campeón de la Copa Libertadores, con posterior bendición papal.

Un Papa que visitó Mosul, en Irak, una ciudad devastada por el Estado Islámico, que amenazó su vida por su visita. La misa se celebró de todos modos, en una iglesia derruida. Se reunió con autoridades musulmanas, budistas y ortodoxas. Visitó también Sudán del Sur, un país dividido por una cruenta guerra civil. Quizás no volvamos a ver un Papa que desafíe tanto las reglas en lo que nos queda de vida, o quizás sea la apertura de nuevas fronteras para la Iglesia Católica.

Enfermo, no dejó pasar la Semana Santa y trabajó hasta el cansancio por estar en la plaza del Vaticano el día de Pascua. “La Iglesia no puede cerrarle la puerta a nadie, y no soy quién para echar a gente de la Iglesia”, decía en una entrevista. Hoy, por fin, empiezo a entender por qué mi abuela repetía tanto esa frase.

Está claro que su conexión con nuestro país y nuestra cultura es fuerte. Antes de ser una figura mundial, fue amigo de Esther Ballestrino, criada como paraguaya y que se sentía paraguaya. Era su jefa de laboratorio y, en palabras de Jorge: “Me enseñó a pensar”. Esther fue una de las fundadoras de las Madres de Plaza de Mayo, tras la desaparición de su hija, a quien logró recuperar. Se exilió, aunque decidió volver para seguir luchando en Argentina. La dictadura militar la desapareció en 1977. Bergoglio nunca se olvidó de ella y compartió con la menor de sus hijas en su visita a nuestro país.

Esa segunda visita de un Papa a nuestro país quedaría marcada por esos gestos. Desde su reconocimiento a la mujer paraguaya, su amor por la chipa y su visita al Bañado Norte, quedaron guardados en la memoria colectiva de la sociedad paraguaya. Por fin pude comprender de lo que me hablaron mis mayores por años. Ni siquiera tenía que ver con la religión o la fe en sí; todo eso era un plus. Jorge Bergoglio, el Papa Francisco, era uno más como nosotros. Y estaba con nosotros.

Vuelvo al 2013 y me quedo con “Es argentino, es argentino”. Pude vivir, a la distancia, todo eso que vivieron y sintieron mis abuelos y mis padres en 1988. Mis abuelos y mi papá solo tuvieron que salir a su vereda para ver a Juan Pablo II. A mí me bastó con la televisión. Y fue más que suficiente.

Sin ser religioso, me quedo con eso de su legado: una cercanía, una calidez, a miles de kilómetros de distancia. Un Papa de las villas, un futbolero como cualquiera, amigo de una paraguaya desaparecida, amante de la chipa y que nunca cerró las puertas de la Iglesia a nadie. Quizás una de las mejores frases para no olvidarnos y despedirnos de él se la puede atribuir a Diego Armando Maradona, que dijo:

“Con este Papa volví a acercarme a la Iglesia”, y añadió:
“Francisco es un fenómeno”.

Y sí. Lo fue.
Lo vivieron mis abuelos, lo entendieron mis padres y lo sentí yo. Cada uno desde su vereda, desde su televisor, desde su silencio o su fe. Fue el Papa que nos hizo mirar hacia adentro, incluso si no mirábamos al cielo. Porque no vino a imponer verdades, sino a abrazar dudas. Porque hablaba como nosotros, comía como nosotros, lloraba por los otros. Fue un Papa. Pero, sobre todo, fue un vecino del alma.

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