Texto: Alejandro Apodaca
Foto: Cortesía
Era una calurosa tarde de enero, pero yo la sentí más fría que nunca. Recostado sobre un sofá, mirando un cuadro de un lapacho, mientras que el «tic tac» del reloj, no solo me aturdía a mí, sino también a mi bombeante amigo rojizo.
En ese momento, escuché una voz que me llamó del fondo del pasillo, me levanté con cautela y fui caminando por ese blanco trayecto que parecía no acabar.
Finalmente llegó el momento de la esperada conversa. Lo primero que hizo el barbudo hombre es saludarme con un abrazo y decirme: – ¿Tú eres Rafael, verdad? – Sorprendido, asentí con la cabeza e inmediatamente procedí preguntar por su nombre, a ese hombre de raras vestiduras, a lo que me respondió alegremente: Pedro.