Por Santiago Caballero
Los comunicadores que trabajan en los medios masivos – o sea los periodistas – son, tarde o temprano, personas públicas. Sus acciones fuera de los medios, de sus espacios y tiempos de trabajo, difícilmente pueden deslindarse de los mismos y ser calificados como privadas. Sostengo que más vale ni siquiera plantearse tales diferencias; para la gente, para sus perceptores, en el amplio sentido de este término, los comunicadores son parte del planeta, del continente, del país, de la comunidad, del barrio. Su casa, su familia, son de ellos, pero también son parte de la gente con quienes convive. Entonces no comunican solo con sus escritos, sus voces, sus cuerpos; comunican también con sus costumbres, con lo que realizan y con lo que no realizan. Su labor comunicadora es su vida misma. Su accionar. Su trajinar. Cuando más se exponen a través de los medios, de las mediaciones, más extienden los contextos en los que son parte de la comunicación, de la comunicación inherente a la existencia, a la condición humana.
Lo que antecede, con las debidas disculpas si te cansé, me retumba en la cabeza desde el pasado lunes. Al mediar la semana pasada, nos enteramos de la muerte de Iván Farid, de 20 años, hijo de la comunicadora Martina Cardozo. El martes nos sacude otra triste noticia. José Antonio Rodríguez, el querido amigo de Radio Cáritas, pierde en segundos, sin causas visibles, a su primogénito del mismo nombre. Y, oh seguidilla de tristezas, Carolina Arévalo, comunicadora de La Tele, pierde en un accidente a su hermano Walter, de 22 años.
Compartimos en la Dirección de Comunicación el dolor de los colegas mencionados, vinculados con la labor informativa en el Senado. La juventud de los tres muchachos hoy ya en la paz de los bienaventurados, acrecienta nuestra impotencia y nos invaden los interrogantes sobre la existencia, sobre la vida, cuyas respuestas no son definitorias ni dan explicaciones convincentes totalmente.
Pero, desde estos tristes acontecimientos y en el intento de solidarizarme con Martina, con José A. y con Carolina, pienso que ellos, como los comunicadores en general, vivimos, como todos los mortales, todos los dolores desde los más profundos hasta el del niño que quedó sin regalos el Día de los Reyes. El cotidiano con-vivir con la historia de la gente, con sus necesidades, con sus alegrías, con sus pesares, con sus esperanzas, es el pan y el vino de nuestras labores y que lo transmitimos desde la adhesión a la persona concreta, a los protagonistas, pues no somos neutrales ante los hechos, ante las injusticias, ante los legítimos derechos conculcados, olvidados, escamoteados.
Nunca olvido que una vez desde Radio Cáritas, donde trabajaba Juanita Carracella, llamaron al sanatorio donde estaba internada su mamá para interesarse por el estado de la enferma. La telefonista pasó la llamada a la habitación y atendió Juanita. Minutos antes, había fallecido su mamá. En medio del llanto, Juanita contó al colega conductor y a toda la audiencia la triste noticia y agradeció la atención. Lejos de un oportunismo o una mera figuración, la comunicadora aprovecha el espacio para mostrar su dolor, su cariño a quien le dio la vida, lo participa a sus compañeros de tareas y a la audiencia, a su público.
Sin duda, nuestro dolor, nuestro contacto con la muerte, son partes de nuestra labor. Y cuando nos tocan de cerca, tan cerca como la partida de un hijo, de un hermano, de una madre, no están fuera de la comunicación con la que nos hemos comprometido de por vida. Y, desde donde también obtenemos el consuelo porque la comunicación se prolonga más allá del cuerpo, de las limitaciones físicas del espacio y del tiempo. Como se prolongan la esperanza y los afectos por toda la eternidad.