El centro resiste entre ruido y silencio


Por Auxi Báez

Durante años, los medios de comunicación describieron al centro de Asunción como una “zona de guerra” o “tierra de nadie”, amplificando una narrativa de miedo y abandono. Pero si uno detiene el andar, si baja del auto y camina, ¿podría ver otra ciudad?, ¿una que se cuida, se habita, se resiste? Porque lo que molesta no es solo el deterioro urbano, sino una forma de vivir que no se ajusta al negocio ni al decorado.

«El centro no va a mejorar mientras esté en manos de marginales», sentenció un periodista en marzo de 2025 (ABC, Mesa con EVP). Esas frases, cada vez más frecuentes, no describen: clasifican. Y lo que no encaja en esa clasificación —lo humano, lo cotidiano, lo que sobrevive— queda silenciado.

«En un mundo de plástico y de ruido, quiero ser de barro y de silencio», escribió Eduardo Galeano en Las venas abiertas de América Latina (1971). La frase resuena ahí, en medio del cemento cuarteado y las voces agudas de la televisión. Mientras los medios insisten en mostrar el centro como un espacio de ruina, muchos de sus habitantes eligen el barro, el vínculo, el habitar.

Esa elección no es ingenua ni marginal: es profundamente política. En una ciudad donde lo que vale es lo que se ve desde el auto, habitar lo roto con dignidad es ir a contramano del modelo dominante. Mientras el discurso público insiste en barrer, despejar, limpiar, hay quienes se quedan a sostener. Y esa permanencia, aunque incómoda para algunos, es la que mantiene viva la memoria del lugar. No son escenas de postal: son vidas reales que resisten la expulsión simbólica y material. Nombrarlas, escucharlas, reconocerlas, no es un gesto de caridad, sino un acto de justicia urbana.

En las calles del centro, la vida persiste

Dante Manfredi, residente del microcentro, dice: “A la hora de salir a pasear al perro, todos nos conocemos, nos saludamos. No sabemos nuestros nombres, pero hacemos comunidad. Un ecosistema lleno de diferentes personas, orígenes variados, todos buscan lo mismo: progresar y cuidar lo que se tiene.” Ese ecosistema no aparece en los noticieros.

Edith Correa, bailarina y docente, vive hace 13 años en una casa patrimonial que fue restaurando poco a poco. “Habitar esta casa tiene ese sentido de vincularnos con la historia en carne propia”, dice. No hay romanticismo en sus palabras: hay convicción. Elegir quedarse, poner el cuerpo, sostener el espacio, es un acto político, íntimo y colectivo.

Ana Paula Britos, vecina del centro, identifica con claridad los tres grandes desafíos: “inmobiliario, transporte público y situación de calle”. Pero también señala la distancia entre los diagnósticos institucionales y la experiencia vivida: “No se trata solo de infraestructura, sino de cómo se vive el día a día”.

Cuando los medios deciden no mostrar la vida cotidiana del centro —sus lazos, sus rutinas, sus gestos de cuidado— no están siendo neutrales: están eligiendo qué ciudad merece ser vista y cuál no. Y al insistir siempre en lo mismo —delincuencia, basura, abandono— no solo se distorsiona la percepción colectiva, también se desactiva la posibilidad de empatía. Sin mostrar quiénes viven allí y cómo habitan, parece que no hay nadie a quien escuchar ni nada que cuidar, lo que justifica el desplazamiento como si fuera limpieza y no pérdida.

Y sí, el centro está roto, no solo en lo visible: veredas destrozadas, edificios caídos, cables colgando, rejas oxidadas. Está roto en lo invisible también: en las políticas públicas que nunca llegaron, en las promesas de revitalización que solo beneficiaron a unos pocos, en la narrativa mediática que ya decidió que ahí solo hay peligro. Las noticias de los últimos años lo demuestran: “vertedero urbano”, “desierto comercial”, “zona de guerra” (ABC, NPY, Telefuturo, SNT, 2023-2025). Cuando una parte de la ciudad, es  narrada así, deja de ser una posibilidad y se vuelve una amenaza.

Lo cierto es que el lenguaje construye realidad, los medios, muchas veces, modelan el sentido común. Esa imagen apocalíptica, al repetirse sin pausa, naturaliza la idea de que no hay nada que salvar, ocultando las vidas y vínculos que aún sostienen ese espacio.

Este enfoque sensacionalista, impulsado por el amarillismo y la competencia por el rating, responde a intereses concretos. Presentar el centro como tierra arrasada abre camino a proyectos salvadores de reconversión urbana que prometen orden y progreso, pero que rara vez incluyen a sus habitantes. Estas intervenciones, a cargo de alianzas público-privadas y desarrolladores, actúan desde el poder y no desde el territorio, desplazando a quienes realmente sostienen el lugar.

En 2015, la Municipalidad de Asunción impulsó el Plan CHA (Centro Histórico de Asunción), con apoyo del Banco Interamericano de Desarrollo. Aunque el objetivo era restaurar edificios y mejorar espacios públicos, la propuesta se diseñó desde una perspectiva técnica y centralizada, sin una escucha real a las comunidades que habitan el centro. Esa falta de participación limitó su impacto, porque sin el aporte cotidiano de quienes viven y sienten ese lugar, cualquier intento de transformación se queda en la superficie.

Otro proyecto fue la recuperación de la Manzana de la Rivera, una iniciativa público-privada que revitalizó un sector emblemático con museos y espacios culturales, pero que no se extendió a las zonas circundantes, donde continúan los problemas sociales y el abandono. En cuanto a la peatonalización y reactivación comercial de la calle Palma, las mejoras superficiales no alcanzaron a resolver la falta de vivienda digna.

Lo vimos en otras ciudades latinoamericanas

Proyectos como el plan Renacentro en Bogotá (1974–1978), es un ejemplo claro de cómo las intervenciones urbanas pueden profundizar las desigualdades. La planificación se centró en revalorizar una zona previamente estigmatizada como deteriorada, sin diálogo con sus vecinos. Ese proceso favoreció la especulación inmobiliaria y generó desplazamientos, mostrando cómo muchas veces lo que se presenta como recuperación del centro termina priorizando intereses económicos por sobre los derechos de quienes le dan vida cotidiana a esos lugares.

Todo esto ocurre cuando no existe diálogo con las comunidades originales, que son desplazadas tanto física como simbólicamente. Se interviene sobre la superficie, pero no sobre los vínculos que lo sostienen. Se maquillan calles, se embellecen espacios, pero se descuidan las relaciones, las historias compartidas, los modos de habitar que hacen que un barrio esté vivo.

Esa lógica intervencionista —que prioriza lo visible y lo rentable— debilita el tejido social, rompe la continuidad entre pasado y presente, y convierte a la ciudad en una escenografía sin alma. Una ciudad no puede construirse solo desde la fachada: necesita vínculos, memorias, voces. Cuando esos lazos se cortan, lo que queda es un vacío decorado.

En Ciudad de México, durante las primeras etapas de la reactivación del casco histórico, algunos corredores culturales fueron diseñados sin diálogo con los vecinos, lo que provocó gentrificación y pérdida de identidad barrial.

Sin embargo, con el tiempo, se implementaron políticas públicas más integrales: incentivos a la vivienda social, créditos para la restauración, fortalecimiento del transporte público y, sobre todo, el reconocimiento de los derechos de quienes ya habitaban la zona. El centro no puede entenderse como un escenario vacío esperando ser embellecido para el turismo; es un espacio profundamente social, tejido por las vidas, historias y relaciones de quienes lo habitan. Cualquier intento de revitalización que no parta de ese reconocimiento corre el riesgo de borrar lo esencial.

La ciudad se limpia, sí, pero ¿de qué y de quién?

La verdadera deuda no es estética, sino social. La transformación urbana no puede ser solo para las postales. Tiene que ser con y para la gente que la habita. El centro de Asunción no es homogéneo: está compuesto por barrios con dinámicas, historias y actores muy distintos. Tacumbú, San Roque, La Catedral, Las Mercedes, Ricardo Brugada (Chacarita), cada uno tiene demandas y formas de organización propias.

Invisibilizarlos bajo el rótulo uniforme de zona insegura es una forma de violencia simbólica. Es negar el derecho a la ciudad. A veces, las palabras no solo describen, también imponen. Cuando se repiten ciertos términos sin cuestionarlos, lo que se hace es establecer jerarquías que parecen naturales, pero que en realidad son construidas desde el poder. Nombrar algo de determinada manera puede ser una forma de control, porque define lo que merece atención y lo que se puede descartar.

Loma Tarumá, por ejemplo, es más que una zona del barrio General Díaz: ahí dicen que vivía el porã, y eso forma parte de nuestras leyendas transmitidas de generación en generación. Allí también iban las galoperas desde la Chacarita a bailar en las fiestas, creando conexiones culturales vivas entre barrios que no eran competencia entre sí, sino comunidad. Loma San Jerónimo, con su historia pintada en cada muro, o la propia Chacarita, donde José Asunción Flores creó la guarania, son ejemplos de cómo el centro se nutre de cultura popular, de saberes cotidianos, de historia oral.

La ciudad se construyó desde esa trama social, no desde planos de escritorio. Incluso en sus orígenes, hubo intervenciones oficiales que respondieron a necesidades de control y orden. Mi mamá me contaba que el Dr. Francia mandó a trazar calles rectas y a cortar las puntas de las casas —esas formas irregulares de esquina— para que desde lejos se pudiera ver todo lo que ocurría. No fue tanto un plan estético, sino una decisión de vigilancia: alineó el trazado urbano, demolió casas que obstruían el paso y creó una cuadrícula que facilitara el control sobre la población.

Esa experiencia histórica muestra que no todo trazado racional implica respeto por las memorias vividas. Cuando se interviene desde el poder, sin diálogo, se impone un orden que puede dejar afuera a quienes ya vivían ahí. Revitalizar no puede ser sinónimo de intervenir desde afuera, sino de fortalecer lo que ya existe. Cada barrio tiene su propia identidad, su memoria, su modo de habitar. Y esa diversidad es lo que da vida al centro.

Por eso, la mirada debe cambiar. La pregunta ya no puede ser: ¿cómo limpiamos el centro?, sino: ¿cómo garantizamos que todas las personas que lo habitan puedan vivir dignamente, sin ser expulsadas por políticas pensadas desde arriba?. Ese es el punto de partida para una Asunción más justa.

La teoría del framing, desarrollada por Entman en 1993, ayuda a entender cómo los medios no solo informan, sino que encuadran la realidad a través de ciertos lentes. No es lo mismo decir “un grupo de vecinos cuida una casa antigua” que mostrar esa misma casa como “abandonada, guarida de delincuentes”.

No se trata solo de contar hechos, sino de decidir desde dónde se los cuenta, qué se destaca y qué se omite. Por ejemplo, mostrar una casa cuidada por personas como un foco de delincuencia no solo tergiversa la situación, sino que impone una lectura que alimenta el miedo. Ese recorte tiene consecuencias: condiciona la opinión pública, aleja la inversión social, y justifica políticas de control antes que de cuidado. Las palabras no son neutras: ayudan a definir qué lugares se ven como dignos de atención y cuáles como desechables.

Muchas veces, el encuadre que domina es el que nace lejos del territorio. Se habla del centro como un problema, no como un lugar habitado. Se repite que hay que recuperarlo, como si estuviera vacío o como si sus habitantes fueran obstáculos en lugar de protagonistas.

Pero cuando uno camina sus calles, escucha las voces, se cruza con los vecinos que cuidan una vereda, organizan una fiesta patronal o restauran una casa, entiende que hay otra historia que no entra en los titulares. Cambiar el encuadre no es solo una tarea de los medios: también es una responsabilidad colectiva. Hay que reaprender a mirar, con más cercanía y menos prejuicio.

Cambiar la mirada para transformar el centro

En Asunción, aún falta mucho. Las personas que resisten y habitan el centro ya hacen su parte. Falta que se les escuche, que se diseñen políticas desde abajo hacia arriba, que se reinterprete el concepto de seguridad no como presencia armada sino como tejido comunitario. Falta voluntad política, sí, pero también un cambio de mirada: dejar de pensar en el centro como problema, y empezar a verlo como posibilidad.

El derecho a la ciudad no se reduce al acceso al espacio urbano: implica la posibilidad de imaginarlo, habitarlo y transformarlo desde la experiencia cotidiana. Es un derecho que se construye colectivamente, en la práctica diaria, en la manera en que se cuidan las calles, se transmiten memorias y se sostienen vínculos.

En el centro de Asunción, ese derecho está constantemente en tensión, amenazado por decisiones que se imponen desde afuera y que desconocen la complejidad social del territorio. Las políticas urbanas, muchas veces, privilegian los intereses del capital por encima de los de la comunidad, como si la ciudad fuera un decorado antes que un lugar vivo.

Reivindicar ese derecho es defender la dignidad de quienes la sostienen, aún cuando todo parece estar roto. La recuperación no vendrá desde afuera. No vendrá con drones ni titulares. Vendrá —si acaso— con más presencia estatal, más diálogo, más cuidado. Vendrá si se reconoce que lo que está roto no es irrecuperable, sino profundamente humano.

Habitar lo roto exige un vínculo menos cómodo, pero más profundo. Porque incluso en la incomodidad, puede haber pertenencia.

Revisión bibliográfica

Libros y artículos citados:

Entman, R. M. (1993). Framing: Toward clarification of a fractured paradigm. Journal of Communication, 43(4), 51–58. https://doi.org/10.1111/j.1460-2466.1993.tb01304.x

Galeano, E. (1971). Las venas abiertas de América Latina. Montevideo: Arca.

Citas periodísticas:

ABC Color, Telefuturo, NPY, SNT. Cobertura noticiosa entre 2023–2025 sobre seguridad en el microcentro de Asunción (consultas hemerográficas realizadas por el autor).

Mesa con EVP. (2025). Programa televisivo emitido por ABC TV en marzo de 2025. Declaraciones recogidas en transmisión en vivo.

Reportaje realizado en el marco de la cátedra de Géneros Periodísticos II.

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