Texto: María Fe Serrati Benítez
Foto: Diario La Nación
Pasaron años desde la última vez que la vi, desde que me dejó en el suelo guaraní salpicado de sangre. Muchos trataron de rastrear sus pasos, ella es un enigma, pocos saben su verdadera historia, y me cuestiono… ¿Por qué nadie me ha preguntado? ¿Acaso alguien conocería mejor su historia que yo? Yo fui su reflejo y su consuelo … Fui testigo de sus llantos y risas, la vi pasar una y otra vez, cambiándose los vestidos cuando organizaba sus fiestas. Recuerdo aquellas noches cuando, antes de dormir, se pasaba el cepillo por el largo cabello rubio y ondulado, mientras una gota de sal caía sobre su pálido rostro. La he visto crecer, madurar. La he visto como era y también cómo ella se veía.
Elisa y yo nos conocimos en Francia, fui regalo de su primer esposo Quatrefages, ella tenía 20 años y ya había conocido al futuro Mariscal. Poco tiempo después, se separó y empezó un romance con el militar paraguayo.
Fue una época muy hermosa para mí (si me preguntan): estaba en una lujosa residencia, bien cuidado, y recuerdo verla esperanzada, feliz y enamorada, ¡ya era hora de que sus sueños se hicieran realidad! Se preparaba para uno de los elegantes bailes de sociedad, donde se reuniría con su amado Francisco, la última noche antes de partir de Buenos Aires. Era una princesa sin corona y, a pesar de lo dura que fue la vida con ella, creía aún en los finales felices.
La acompañé en su nueva y solitaria casa de Asunción: él apenas la visitaba, su familia no la quería y volvía a mirarse en mí; aún mantenía esa mirada inocente, seguía siendo joven y bella, pero sus ojos no podían esconder la angustia de su alma. ¿Qué la ponía tan triste a esta bella mujer? ¿Acaso no merecía ser feliz?
Una vez más arrojó con rabia los periódicos de la ciudad, – ¿Acaso no se cansan de decir tantas calumnias? – se preguntaba mi señora. Y volvía hacia mí, se limpiaba las lágrimas de su rostro y salía por la puerta con la frente en alto. El pueblo la adoraba, la imitaba; no así las señoras de la élite paraguaya.
Y así, la he acompañado… Hasta que llegó el día en que tuvimos que marchar; unos hombres me llevaban por las calles, mi señora iba en una carroza con sus hijos pequeños en brazos. Entonces, comencé a perder la vista; tan solorecuerdo, que las manos que me cargaban, me soltaron bruscamente, caí al suelo al igual que aquellos hombres, uno tras otro; víctimas de la crueldad brasileña. Ya no estábamos en casa, tan solopude ver a mi señora abrazada al cuerpo de su primogénito, llorando amargamente, gritando de dolor. A mi alrededor, fuego, sangre, gritos de agonía, disparos, soldados en el piso, una de las imágenes más perturbadoras de mi vida.
Tanto sufrimiento, la vida la había golpeado una y otra vez… Ya poco quedaba de esa joven ilusionada que había marchado a tierras desconocidas detrás de su amor.
Fin.