Texto: Lucila Rojas
Foto: Cortesía
Ya iban días que no podía dormir, la preocupación ocupaba mi mente y por las noches, cuando más necesitaba de tu presencia encontraba la cama vacía del lado en el que te acostabas.
Aquella mañana del 2 de marzo, sin desayunar, fui hasta la tienda de la enfermería, donde se supone que recibiría noticias de ti.
Con esperanza de que fueran buenas, llegué sonriente al lugar y quién pensaría en que, mi sonrisa, se convertiría en un torrente de lágrimas de desesperación al escuchar que ya no te podría encontrar.
Mi vida junto a ti pasó por mi mente, todos aquellos recuerdos llenos de felicidad, se convirtieron en la razón por la cual siempre tengo un nudo en la garganta.
Desde entonces, no pude volver a imaginar siquiera aquellas mañanas en las que te preparaba el café negro como tanto te gustaba, solo con un poco de azúcar de caña dulce. Ni las veces que fuimos hasta Pirayú para bañarnos en esa cascada, para ver el atardecer en ese paisaje lleno de árboles, son ahora recuerdos que invaden mi mente al despertar sin tu presencia.
No puedo con el dolor que siento dentro de mí, mi alma clama por ver tus ojos otra vez, sentir el calor de tus brazos en las noches que hoy son más frías que nunca.
Pero, ahí estabas, dormido en un sueño del que ya no ibas a despertar. Te gritaba a los cuatro vientos, esperando que esto fuera solo un sueño, o más bien, una pesadilla. Pero no te levantabas, tus brazos estaban quietos y tu boca permanecía callada como las noches en las que estabas concentrado en tus trabajos.
“¡Despiértate, Francisco!” Necesito que me retes porque no dejo de gritar como lo hacía cuando retaba a tus hijos. “¡Háblame!” Miénteme otra vez con tus falsas promesas de que vamos a salir de esta. “¡Bésame! ¡Acaricia mi cuerpo! ¡No me dejes sola!” Tanto clamaba y nada. Todos a mi alrededor miraban, nadie se acercó. Mis hijos lloraban.
Entonces, hundí mis manos en la tierra negra y con lágrimas de dolor empecé a cavar lo que sería el lugar donde se encontraría el cuerpo de mi eterno amor.
“Mi corazón va contigo, Francisco. Te llevas todo lo que soy allá en el cielo. Cuida de mí cuando llegues allí, protege mis días como lo hiciste en vida y cuando volvamos a encontrarnos, tómame en tus brazos y no me sueltes jamás”.