Texto y fotos: Fátima Martínez
Vestía la 10 albiceleste de Messi, y me requirió que le tomara una foto. El niño rondaba los 12 años, posó y ni bien pedí una sonrisa me di cuenta de mi error.
Para los que visitabamos Al Za’atari, el campamento de refugiados sirios más grande del mundo, al noreste de Jordania, sonreír es parte de nuestra vida cotidiana. Una de las cosas más simples de la vida. Aunque tengamos nuestros “problemas”, las risas espontáneas no están ausentes.
Al realizar mi pedido noté que incluso sonreír era un problema para este joven aficionado del fútbol. En ese mismo instante, antes de retratar a este niño sin nombre, imaginé todo lo que estampar esa sonrisa significaría para él: dejar atrás, olvidar por un momento, la guerra, las vidas pérdidas, el abandono del hogar, la pérdida de la niñez.
La inhumanidad lo había golpeado tan fuerte que mi pedido sonaba tan egoísta. ¿Cómo me atreví a pedirle algo tan complejo como una sonrisa?
Mi foto no fue tan buena como me hubiera gustado, aunque el dio su mejor esfuerzo. Tan pronto se alejó jugando con su pelota, corriendo en pies descalzos, miré a mí alrededor e intenté imaginar una historia de pérdida, guerra y dolor por cada uno de los cientos de niños que ese día acudieron a la práctica. Todos intentando de alguna manera sonreír de nuevo.
Ese fue el momento en que dimensioné dónde estaba parada y qué tan fácil se nos da la vida en casa, comenzando por el hecho de poder llamar un lugar “nuestra casa”.
Rodeada por cientos de niños y niñas que corrían detrás de pelotas de fútbol, algunos descalzos, otros con zapatillas, en medio del desierto, a kilómetros de los escombros que hace un tiempo llamaban hogar. Ese fue el preciso instante en que el fútbol tuvo más sentido que nunca antes: jugar al fútbol era la forma en que estos niños sonreían a la vida.