Por Santiago Caballero
Foto: Natalia Ruiz Díaz
Con unción casi religiosa participé de la marcha de los indignados ante el fallo del caso Curuguaty. Lo hice con la profunda convicción de la injusticia cometida contra los campesinos, sus familias, sus esperanzas de poseer una tierra propia para trabajar y vivir dignamente. El pasado jueves 15 un respetable grupo de ciudadanos, caminamos desde el colegio Cristo Rey hasta el Palacio de Justicia para repudiar el veredicto del jurado y para pedir la nulidad del juicio. En medio de los cánticos y las consignas, di gracias a Dios por mantener en mí la capacidad de indignarme ante las injusticias. Recordé, con profunda emoción, que hace unos treinta o cuarenta años en esa misma calle, Colón, un Primero de Marzo, un grupo de manifestantes fuimos brutalmente reprimidos por la policía stronista. Por la impotencia ante el apaleamiento no nos quedó otra que guarecernos en una vivienda cuyos dueños nos abrieron gentilmente las puertas. En la desesperación de la huída, pues los policías nos siguieron hasta las piezas, los muebles, quedaron inutilizados. Los organizadores de la marcha, posteriormente, se hicieron cargo de todos los gastos de las reparaciones.
A la vuelta de los años, allí estábamos de nuevo muchos de los de aquella marcha. Esta vez, con la libertad ganada en la democracia, los policías no nos garroteaban sino nos custodiaban. Pero, lastimosamente, en nuestro querido país, el Poder Judicial sigue resquebrajado, no imparte justicia sino se convierte en cómplice de la in-justicia, de la no-justicia, del remedo de la justicia.
Hoy una inmensa parte de la población sabe que el fallo es injusto. Sabe también que las 65 mil hectáreas en cuestión forman parte de otras miles de tierras mal- habidas o sea usurpadas por personas y grupos de personas insaciables de poder, de riqueza. Lo cual es una clara señal que, a pesar de llamarnos católicos o cristianos, está muy lejos que el uso de los bienes se base aquí en la justicia y la caridad. Dijo San Juan XXIII: “…el derecho de todo hombre a usar de los bienes materiales para su decoroso sustento tiene que ser estimado como superior a cualquier otro derecho de contenido económico y, por consiguiente, superior también al derecho de propiedad privada” Y concluye: “el derecho de propiedad privada no puede en modo alguno constituir un obstáculo para que sea satisfecha la indestructible exigencia de que los bienes creados por Dios para provecho de todos los hombres lleguen con equidad a todos, de acuerdo con los principios de la justicia y la caridad” (Mater et Magistra, 1961)
Igualmente nos entristece que, según los análisis de varios especialistas, la defensa de los campesinos de no fue feliz. Así, aseguran que los defensores priorizaron los argumentos políticos antes que los jurídicos. Y, además, que uno de ellos dio muestras de muy poca profesionalidad al insultar continuamente a una de las fiscales e incluso al arrojarle objetos en pleno juicio.
Y, ¿quién sufre las consecuencias? Sin duda, el campesino, el pobre, cuya voz está lejos de equipararse al del rico, al del poderoso. Reitero mis gracias a Dios por permitirme caminar con los indignados del caso Curuguaty. Sobre todo, por acompañar a la gente de buena voluntad, a los adultos, a los ancianos, a los jóvenes, muchos de ellos alumnos y exalumnos míos. Sólo me queda pedir a Dios que la injusticia jamás, arakaevé, nunca, me sea indiferente.