Por Santiago Caballero
Recuerdo que en mi lejana infancia, ña Rogelia, mi mamá me recomendaba: Nunca mires atrás cuando vas caminando solo, en la penumbra, cuando no hay nadie en los alrededores. Pero, por qué, le pregunté un día. Ella me respondió: Es que tu ángel de la guarda te acompaña muy de cerca y si mirás atrás, su sombra te puede asustar. No lo olvidé jamás. La lección era muy clara: tengo un ángel que de por vida me acompaña, sobre todo en los momentos difíciles. El 4 de julio pasado conmemoramos en Ybycuí el aniversario número 73 de la muerte del Padre Julio César Duarte Ortellado, hoy Siervo de Dios, lo que significa que muy pronto será proclamado santo por la Iglesia. Pues bien, en esta fiesta, los organizadores locales, protagonizados por la profesora Graciela de Riego, vistieron a 100 niños y niñas con túnicas blancas, en sus espaldas lucían unas simpáticas y enruladas alitas, portaban en sus manos flores blancas relucientes. Las dos largas filas de los y las angelitas encabezaban la procesión y el sólo verlos a todos nos llenó de emoción, de recuerdos, de gratitud por la vida, por el amor, por lo mucho por hacer para que este país no esté tan abandonado, tan necesitado de justicia, de equidad, de recuperar la dignidad de todos, como expresó muy bien el padre Cirilo Martínez en la homilía.
Las imágenes de los ángeles de Ybycuí, mi pueblo natal, los de aquella hermosa y soleada mañana de julio, no se desteñirán jamás de nuestras retinas. Caminar con ellos por las mismas calles por donde anduvo el futuro santo, es demasiado hermoso pero, al mismo tiempo, muy desafiante. Resulta que en esta recordación, en el Año del Jubileo de la Misericordia, el ejemplo del sacerdote caazapeño, que vivió tan solo 27 años, se robustecía para todos, para los sacerdotes, los religiosos, los laicos. Fue un pastor que no pasó de largo ante las necesidades de la gente, sobre todo de los más abandonados. Construyó templos, capillas, caminos, casas de huérfanos y el primer hospital de toda la zona. Ybycuí, Mbuyapey y Quyquyhó son los pueblos donde desarrolló una labor pastoral cuyo espíritu será asumido por la Iglesia, décadas después, en el Concilio Vaticano II. Esto es, en una hermosa y actualizada síntesis en boca del Papa Francisco: cristianos en las afueras y con los olvidados, con los descartados.
Sostengo, firmemente, que el testimonio de vida del Padre Julio es una luz en el camino para la Iglesia, para la sociedad. Al proclamarlo la Iglesia como santo, como hace rato lo sostiene la gente que lo conoció personalmente o supo de él por el eficaz canal de la cultura oral, podrá ofrecer a las actuales y a las futuras generaciones un claro ejemplo del valor del amor sin límites, como parte natural de la condición humana.
Te extiendo, amigo, amiga, el consejo de ña Rogelia. No miremos nunca atrás. No hace falta. Nos acompaña siempre un solícito guardián. Y, delante, tenemos el testimonio del Padre Julio quien nos acompaña en la construcción de un Paraguay más justo, más equitativo, más fraternal.