Por Santiago Caballero
Foto: Global Infancia
Invariablemente la experiencia me da siempre los mismos resultados. Cuando solicito en una clase que levanten las manos los que concuerdan que los castigos físicos a los niños no son educativos, todos, sin excepción, los desaprueban. O sea el cien por cien dice no, no; castigar con golpes, con estirones, no solo no educan sino dejan en los niños secuelas físicas y sicológicas totalmente negativas para su normal desarrollo. Hasta ahí todo bien. Sin embargo, cuando yo digo: pero, ¿qué pasa cuando el niño o niña, a pesar de las advertencias, quiere introducir un objeto punzante en un tomacorriente? Ahí, mi público toma otra posición también unánime: en ese caso, y en los parecidos, no cabe otra sino el cintarazo, el zapatillazo, el pìnchazo y etc. En conclusión, en ese país, todos, sin excepción, practicamos, más seguido o menos seguido, el castigo físico a los niños. Lo hacemos en la casa, en la calle, en las escuelas, sí, amigo, en las escuelas (te puedo enseñar mi colección de recortes de diarios con noticias de tales abusos).
Amigo, en nuestra cultura, en nuestra historia, escrito está que el castigo físico a los niños no solo no es malo sino altamente saludable. Ya habrás escuchado vos, como lo escuché yo, “si tu mamá o tu papá no te pega es que no te quiere luego”. En tal mentalidad, y práctica, se sostiene que los niños y niñas pegados, cuando ya son adultos, se convierten en buenos ciudadanos, trabajadores, cariñosos con los suyos, mambrena luego.
A esta altura de nuestra conversación voy a ofrecerte otro dato también invariable en todos mis debates sobre el tema. No falta quien me espete: “¿Acaso usted nunca le pegó a sus hijas?” Es el repetido recurso en nuestras discusiones y polémicas criollas. Mediante el mismo pretendemos descalificar al que asume una posición que no es de nuestro agrado o de nuestro parecer. Es el viejo recurso dirigido no a la idea, no a la posición, no al argumento sino a la persona que los sostiene. Así, supuestamente, se le da una estocada y a callar se ha dicho. Te confieso que en este caso digo la verdad: claro que sí las he pegado, ¿o piensan que yo no soy de este mundo, que no actúo igual que todos? Pero, con sinceridad, es una de las culpas que llevaré hasta el fin de mis días.
Me pesa actuar, equivocadamente, como la mayoría. Ante todo porque mis hijas no son mías, son hijas de la vida. Contribuimos con mi esposa para el maravilloso regalo divino de la vida pero esta participación no nos convierte en dueños, ni siquiera en administradores de sus existencias. Somos sí, compañeros de camino, pytyvó hara, ayudantes, ayudadores….El castigo físico como parte de los “derechos” de los adultos sobre los niños es la nefasta consecuencia de reducirlos a objetos, a arcillas moldeables a nuestros gustos y no pocas veces a nuestros caprichos. Y la peor de las consecuencias, ya en los niños, es el miedo, miedo a ser, miedo a pensar, miedo a actuar libre y responsablemente, miedo a rebelarse ante la opresión, ante las injusticias, miedo e incapacidad de cambiar todo lo malo de cada uno y de los sistemas sociales.
Hace poco nos conmovimos cuando nos enteramos que un padrastro quemó los genitales de su pequeño hijastro porque este se orinaba en sueños. Señalaron que el autor no estaba en sus cabales; también dijeron que una curandera le aconsejó usar tal “remedio”. Pero nadie habló de lo principal y del origen de estos crímenes: la omnipotencia del adulto para castigar, para castigar físicamente a los niños. Tampoco se analizó que mientras no superemos este atavismo cultural, seguiremos propiciando niños y niñas miedosos, indolentes, fácilmente engañables y manipulables, incapaces de luchar por sus derechos para así crear una sociedad de hermanos.